Cuando se plantea el tema del suicidio, el común de las personas suele quedarse en la eterna polémica acerca de si es un acto de cobardía o de valentía. Pero dejando toda la “cháchara” que se dice sino que lo importante es trascender a una reflexión más profunda que se aproxime a evaluar las emociones y los sentimientos que muy probablemente acompañan a una persona en los momentos previos para tomar esta trágica decisión ,tenemos que tener en cuenta lo que motiva a cometer este acto, si una persona está a punto de suicidarse entre en un entorno de un cuadro de depresión, profunda tristeza, desmotivación, baja autoestima, grandes culpas, la cual seguramente corresponde a la reacción que hace ante una pérdida significativa que le está siendo difícil de elaborar y asimilar; podríamos hablar de que se trata de la muerte de un ser querido, de la pérdida inesperada del trabajo, de una ruptura afectiva o del diagnóstico de una enfermedad severa e irreversible.
Sin embargo el aumento considerable de las cifras de suicidios y la constatación de que las condiciones afectivas y socioeconómicas de muchas de las personas que se suicidan son bastante adecuadas han llevado a que las investigaciones se orienten a indagar acerca de otras sensaciones que pueden conducir a la decisión de detener el transcurso de la vida.
Porque si a lo largo de nuestra existencia podemos alcanzar grandes éxitos, entonces porque no poder disfrutar de todo “la vida vale la pena vivirla” aunque a veces caigamos pero sabremos levantarnos, Sin embargo, como ya se dijo, lo paradójico es que la cifra de personas que se suicidan a pesar de haber alcanzado logros importantes o estar rodeadas de condiciones de vida aceptables ha venido aumentando. Al tratar de aclarar esta aparente contradicción entre éxito, comodidad, solvencia, compañía y perder el interés por la vida, las investigaciones han derivado hacia la consideración de que si la condición que viven muchos suicidas no es precisamente la del fracaso ni la de la angustia socioeconómica, entonces es la de “la malparidez existencial”, la de experimentar la vida como algo sin sentido.
Si bien al ser humano hay que asumirlo como un ser con la capacidad para crear y para amar, también hay que asumirlo con la capacidad para sufrir, lo verdaderamente importante en él es que un día llegue a encontrarle un sentido a cada una de estas condiciones y particularmente a su sufrimiento. Nuestro paso por este mundo, en esencia, es alcanzar el objetivo de hacer valiosa nuestra existencia.
Ahora, si la vida humana incluye irremediablemente el sufrimiento, no nos queda otra opción que concluir, que bajo esta condición «solo existe una manera de hacer frente a la vida: tener siempre una tarea que cumplir.nos conduce a la conclusión de que el verdadero sentido y el verdadero valor de la vida está en entender que sobrevivir depende de que haya un ‘para qué’ o un ‘para quién’. Lo que a los seres humanos nos hace ciertamente humanos, es decir, seres plenamente diferenciados de otros seres vivos es nuestra condición espiritual, entendiendo lo espiritual como la capacidad para trascender nuestra mera individualidad. Por este camino es que hay que comprender que el «hecho más humano es aquel de estar siempre dirigidos apuntando hacia algo o alguien distinto de uno mismo: hacia un sentido que cumplir u otro ser humano que encontrar, una causa a la cual servir o una persona a la cual amar».